Durante siglos, tener un retrato era privilegio de reyes, nobles y papas. Un símbolo de estatus, poder y dinero. Pero algo cambió radicalmente en el siglo XIX. La fotografía apareció en escena y, con ella, una revolución que —sin exagerar— transformó la manera en que nos vemos, nos recordamos y nos comunicamos.
De los palacios a las calles
Al principio, hacer una fotografía era casi un acto de alquimia. El daguerrotipo, uno de los primeros métodos fotográficos, requería conocimientos técnicos, laboratorios, y placas metálicas costosas. No cualquiera podía hacerlo. Pero en 1839, el gobierno francés hizo algo extraordinario: liberó la patente del daguerrotipo, permitiendo que cualquiera pudiera usarlo. Fue el primer paso hacia lo que hoy llamamos democratización de la fotografía.
Aunque aún era caro, el sueño de tener un retrato propio dejó de ser exclusivo. La clase media comenzó a buscar alternativas más accesibles como los retratos de silueta, y más adelante, la fotografía en papel.
El retrato: motor de la masificación
Desde los inicios, el deseo de tener un retrato propio fue el gran impulsor de la fotografía popular. En cuanto aparecieron los primeros estudios fotográficos, se multiplicaron por todas partes. Donde no había estudios, aparecían fotógrafos itinerantes con sus carretas, ofreciendo retratos al pueblo.
Así nació el fenómeno de la masificación fotográfica: primero, todos querían una foto. Luego, todos podían tener una.
Kodak y la explosión de la cámara para todos
Pero la verdadera revolución llegó en 1900 con la famosa Kodak Brownie. Una cámara simple, barata (solo un dólar) y con un sistema de revelado por correo. No era necesario saber nada de química, ni tener un laboratorio. Solo apuntar, disparar y enviar.
Kodak no solo vendía cámaras: vendía el concepto de que cualquiera podía ser fotógrafo. Y así fue. Las familias comenzaron a registrar sus momentos cotidianos. Nacimientos, cumpleaños, paseos… Las mujeres, especialmente, se convirtieron en las principales cronistas visuales del hogar. Nació la fotografía vernácula, la de todos los días.
Llegan los teléfonos y explota la locura visual
Avanzamos rápido hasta el siglo XXI. Con la llegada del smartphone, especialmente el iPhone y los Android, la cámara pasó de ser un aparato especial a una función básica del teléfono. Y ahí sí… se desató la locura.
Hoy en día hay más teléfonos con cámara que personas en el planeta. Según los datos más recientes, el 94% de las fotos se hacen con celulares. Solo el 6% se toma con cámaras profesionales.
Cada día se suben más de 100 millones de fotos solo en Instagram, y eso representa solo una pequeña fracción. La mayoría de las imágenes ni siquiera se comparten: viven (y mueren) en las galerías de nuestros dispositivos.
¿Todos fotógrafos? No exactamente.
Sí, hoy todos podemos tomar una foto. Es lo que llamamos acceso universal a la herramienta. Pero eso no significa que todos seamos fotógrafos en el sentido profundo del término. Tomar una foto no es lo mismo que hacer una fotografía.
La tecnología ya corrige errores básicos: exposición, enfoque, movimiento… pero sigue sin enseñarnos a encuadrar, a leer la luz, a contar una historia. Es ahí donde la educación visual y el ojo entrenado siguen marcando la diferencia.
¿Y ahora qué?
La democratización de la fotografía ha sido un logro cultural gigantesco. Nunca en la historia se había producido tanta imagen, nunca habíamos tenido tantas memorias visuales al alcance de un clic.
Pero este regalo viene con responsabilidad: aprender a ver, a elegir qué mostramos, a contar historias con intención.
Como decía el gran Ansel Adams:
“No se toma una fotografía, se hace.”
Así que la próxima vez que levantes tu celular para hacer una foto, pregúntate:
¿Estoy tomando una imagen… o creando una memoria?

